jueves, 17 de marzo de 2011

Treinta y tres.


-Bueno, puesto que no quieres ir ni al parque ni al cine, ¿qué me propones?
Vaciló sobre el asiento, con la cabeza abotargada de aviones, nubes y pequeñas tormentas. Elevó el mentón, giró la cabeza hacia la derecha, se mantuvo así unos diez segundos y, cuando el once corrió a la meta, entornó los ojos. Enfocando el horizonte que se ocultaba tras el cemento. Volvió a resguardarse bajo la sombra de su flequillo, se miraba los nudillos y se mordía la piel del labio inferior. Al poco rato empezó a brotar sangre. Quise frenarla con un beso, pero su pulgar se adelantó y taponó la poca vida que se le escapaba por la herida. Empezó a balancear los pies y elevó de nuevo la mirada. Me vi reflejado y esta vez no me asusté al verme existir en su mirada. Relajé los hombros y esperé a que su voz rodara en el aire, a que chocara con mi aliento.
-¿Me llevas a hacer el amor a las vías del tren?
La agarré de las manos, volamos entre el tráfico de la capital y la amé de la noche al amanecer, entre vidas que discurrían a contrarreloj en la madrugada y con los temblores de Tokio bajo nuestros pies. Perdí su cuerpo entre el oleaje urbano y todavía recuerdo el chirreo de los raíles interviniendo entre nuestros labios. Un sonido agudo que se teje entre mi piel y mis costillas.

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